La percepción de dolor es un hecho sometido a la subjetividad de cada individuo, tanto física como emocionalmente. La aprensión, de hecho, hace que en ocasiones un dolor inesperado y puntual pueda generar una alarma excesiva en quien lo padece y despertar grandes suspicacias sobre su origen.
Los verdaderos problemas, en cuanto a las reacciones emocionales asociadas al dolor se refiere, se dan cuando éste es crónico lo que puede afectar negativamente a la calidad de vida, impidiendo desarrollar una actividad normal. Aun así hay personas que se sobreponen al dolor y tratan de ampliar su actividad vital procurar no dejar de hacer las cosas que les gustan. Otros, sin embargo, lo perciben como una amenaza permanente y pueden caer en una dinámica que les lleve a hacer los estrictamente necesario, hasta el punto de dejar de hacer cosas que les agradan e incluso recluirse en casa y caer en un estado depresivo.
Al principio, la falta de resultados de los tratamientos que se siguen para controlar o modular el dolor, además de generar una sensación de impotencia, puede causar irritabilidad y cambios de humor que repercuten negativamente en la relación con las personas del entorno del paciente. La continuidad del dolor, por otra parte, genera ansiedad y un sentimiento de inutilidad que lo aleja paulatinamente de la actividad social y de ahí a la depresión y el aislamiento hay un paso.
Para evitarlo hay que diferenciar el dolor del sufrimiento. El primero es una reacción física y objetiva con la que el organismo responde a un problema concreto. El segundo es meramente una reacción emocional y además subjetiva. Se trata de determinar quién tiene a quién, es decir, si es uno el que tiene el dolor o es el dolor el que le tiene atrapado a uno. La actitud positiva es la primera.
El dolor no tiene por qué apartar a la persona que lo padece de la vida habitual, aceptando algunas limitaciones. Incluso es probable que esta actitud de respuesta al dolor contribuya a reducir la percepción del mismo en lo que respecta a su intensidad: es algo que está ahí y con lo que debe aprenderse a convivir; pero no debe ser una amenaza permanente que alimenta el hecho de no hacer nada por si aparece.
Una reacción emocional negativa, por el contrario, puede incluso a intensificar el dolor y limitar aún más la capacidad de desarrollar cualquier actividad. En este caso lo que en realidad aumenta es el sufrimiento, que llega a tener consecuencias más negativas para la calidad de vida que el propio dolor físico.